Escena de lectura- Fideos con tuco

Mis papás se divorciaron a mis siete años y mi padre, al irse repentinamente de mi casa, fue a parar al taller de mi abuela, que era pintora. Se instaló en un cuarto improvisado y los primeros meses durmió en un sillón-cama que había ahí. Durante el día, cuando se iba a trabajar, llegaba mi abuela al taller a trabajar, y cuando ella regresaba a su casa a la tarde, mi papá volvía al taller; y así coordinaban los horarios perfectamente casi sin cruzarse.


Era un departamento en un edificio antiguo. Por dentro era como una típica casa chorizo: un pasillo largo descubierto, y a los costados varias habitaciones. Las pocas noches de la semana que yo pasaba allí, para ir al baño tenía que cruzar el pasillo descubierto, y como no tenía ojotas ahí, iba descalza, cosa que en invierno era un gran sacrificio. El dilema que siempre tenía a la madrugada, cuando me despertaba con ganas de ir al baño, era entre ir al baño pero congelarme los pies, o aguantarme las ganas pero quedándome calentita en la cama.


Yo no disfrutaba mucho de ir a dormir al taller de mi abuela; estaba acostumbrada a mi casa en la que vivía desde los dos años, que era super cómoda, tenía mi propio cuarto, mis propios juguetes y mi propio espacio. En cambio ahí no tenía ningún objeto de pertenencia, ni siquiera había un estante para poner mis cosas o ropa; por lo que me costaba sentir que  era mi hogar. Cada vez que iba me llevaba una mochila con el uniforme de la escuela para ponerme al día siguiente, y ese era todo mi armario.


El primer tiempo no solo fue algo incómodo y de adaptación; sino que también estuvo colmado de tensión. Había una guerra fría entre mi papá y mi mamá y cuando se cansaban de los gritos por teléfono, mi hermano y yo nos convertíamos en los mensajeros.

Nosotros éramos chicos y entendíamos a medias lo que sucedía, aunque lo suficiente para que nos llegara a afectar. Sin embargo, teníamos la ventaja de ser niños, dispuestos a jugar a cualquier hora, en cualquier lugar, con cualquier objeto. Así que, a pesar de todo, nos las arreglábamos para divertirnos y crear juegos donde no los había. 


Apenas unos  meses después de la separación conocimos a la primera novia de mi papá, Laura. Ella venía varias veces a cenar con nosotros y a veces íbamos a su casa. Era buena onda y nos llevábamos bien, pero de todos modos nunca llegué a aceptarla del todo, no la quería mucho; no entendía qué hacía esa mujer desconocida dándose besos con mi papá; yo anhelaba con todas mis fuerzas que mi papá volviera amar a mi mamá y mi mamá a mi papá; porque esa era la única forma posible de familia que yo conocía en ese entonces.


Dos años después falleció un hermano de mi abuelo paterno, y el departamento en el que vivía fue a parar a las manos de sus nueve hermanos. Hasta que lo vendieran pasaría mucho tiempo porque eran muchos para organizar, así que mientras tanto mi papá se los alquiló para vivir. Allí la calidad de vida mejoró. Era un departamento lindo en pleno Palermo, sobre la calle Beruti, donde mi hermano y yo tuvimos cada uno su  cuarto y al poco tiempo también adoptaríamos a una gatita, Emi. 


Si bien en la casa de Beruti ya teníamos más comodidad, por bastante tiempo estuvo medio vacía, con pocos muebles y decoración y sin muchos juegos y entretenimiento. Un día mi papá compró dos dvds truchos en la calle, se trataba de dos películas de comedia para pasar el rato: “Las vacaciones de Mr. Been” y “Norbit”. Rápidamente esas dos películas se convirtieron en mi plan favorito de los fines de semana que pasaba en la casa de mi papá. Él nos preguntaba qué peli queríamos ver, y luego de meditarlo (como si hubieran múltiples opciones para elegir) escogíamos una de las únicas dos que habían. Yo me convencí de que aquellas eran mis películas favoritas. Mi papá siempre fue muy chamuyero y vendedor en su forma de hablar, y así es como nos vendía a ese plan como el mejor plan (aunque también era el único), y yo, fascinada, compraba sus palabras. 


Las películas eran precedidas por la cena de fideos con tuco o comida china. De hecho, salvo excepciones; eran las únicas dos comidas que siempre había en su casa, pues era lo más rápido; mi papá volvía tarde del trabajo y sin energías, por lo que ya no tenía fuerzas para ponerse a cocinar. 


Cada vez estaba más cerca de la adolescencia, y algunas cosas sobre lo que pasaba a mi alrededor se me hacían más claras. De a poco empezaron mis peleas con mi papá por cualquier cosa y mis infinitos llantos, que rápidamente se hicieron rutinarios. Él, sin mi madre de por medio, no podía comprender qué le pasaba a esa niña que estaba creciendo y que tenía varias inquietudes, que no terminaba de adaptarse a ese nuevo estilo de vida y que necesitaba contención amorosa por parte de su padre. Su forma de reaccionar era gritándome, a lo que yo respondía llorando; cosa que él me replicaba diciendo que era una caprichosa. Así fue como fui creciendo en ese lugar de la nena “caprichosa”, “llorona” y “quejosa”.


A mediados de 2009, una tarde mi papá nos sentó a mi hermano y a mí para informarnos que mi abuela tenía cáncer. “Pero se va a morir?” fue lo primero que preguntamos, a lo que respondió algo dubitativo intentando darnos expectativas. 

Ese mismo día a la noche me empezó a costar respirar, estaba agitada y mi respiración hacía un silbido. Fuimos a la guardia y me dijeron que tenía broncoespasmo. Me dieron un puff e instantáneamente me sentí mejor.


Los broncoespasmos volvieron a aparecerme muchas veces más, siguieron estando por largos años; pero lo curioso es que solo me ocurría cuando iba a lo de mi papá. La primera hipótesis fue que la gata me daba alergia, por lo que me empecé a separar de ella y no la dejaba entrar a mi cuarto. Pero unos años después me hice un estudio y me dijeron que no tenía nada, que no era alérgica. Además, me di cuenta que la única gata que supuestamente me daba alergia era la que estaba en la casa de mi papá. 


En enero de 2010 mi abuela Margarita falleció. A los pocos meses mi papá dejó a su novia Laura por una nueva, Ingrid. Una semana había visto a Laura y a la semana siguiente ya estaba conociendo a Ingrid. La segunda vez que vi a Ingrid fue en el homenaje de mi abuela, al año de su muerte. 


Unos meses después, Ingrid desapareció y llegó una novia “diez veces mejor que la anterior” como afirmaba mi papá. Fuimos a cenar un día a la casa de Jessica y un mes después ya estaban planeando la mudanza de mi papá a su casa; donde comenzaría una nueva etapa. 




Aquellos años de mi vida fueron una vorágine, en la que pasaron muchas cosas que tal vez nunca llegué a digerir del todo. Hoy no puedo escribir esto sin ponerme sensible. Mis papás se divorciaron y con mi papá  pasamos de una casa a otra y después a otra; mi  papá tuvo una novia, después otra y después otra; me peleaba con mi papá a los gritos y lloraba a cántaros cada vez que iba a su casa; mi abuela se enfermó y falleció. También empecé a tener broncoespasmos, tal vez como respuesta inconsciente a todo lo que me estaba pasando que no podía procesar; el ritmo de mi respiración se aceleraba, imitando al ritmo en el que pasaba todo a mi alrededor.  


Varios años después, un día me junté a dormir con mis amigas y queríamos ver una película. No encontrábamos ninguna que  nos gustara y de repente me acordé que habían subido “Norbit” a netflix. La última vez que la había visto había sido en la casa de Beruti. La pusimos y a los cinco minutos tuvimos que sacarla de lo mala que nos pareció, inclusive a mí. Yo ya había crecido, el tiempo me había pasado por encima y ya no tenía ahí el discurso de mi papá vendiendo a la película. Me impactó lo que veía, porque yo recordaba muy claramente que aquella era una de las mejores películas del mundo, el mejor plan para un viernes a la noche.


“Norbit” y “Mr.Been”, así como la comida china y los fideos con tuco, fueron elementos que nos unieron, que le dieron cohesión a la relación con mi papá. Fueron un estabilizador; lo constante y permanente frente al cambio. Fueron nuestro lugar cómodo, de pertenencia, hicieron de lazo en nuestra relación. Cuando pienso en mi paso por la casa de Beruti, pienso en esos cuatro elementos simbólicos. Con los años me di cuenta que las películas no eran tan divertidas y eran medio básicas, de hecho, me pregunto cómo hacía mi papá, que era grande, para verlas tantas veces y reírse siempre con los mismos chistes.

Para él también fueron muy difíciles esos años, y nos extrañaba un montón todo el tiempo porque nos veía apenas dos veces a la semana. Irse de mi casa repentinamente fue una transición difícil y a todos nos costó adaptarnos.

Tal vez a mi papá le eran indiferentes aquellas películas, tal vez se reía tanto para que nosotros le siguiéramos la corriente y nos rieesemos con él, tal vez lo que le divertía tanto de verlas era vernos reír a nosotros; y, a pesar de todo, tenernos cerca. 



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